jueves, 11 de agosto de 2011

En el colegio de las monjas, de párvulo


En el pasado artículo sobre la Calle Feria de 10 de julio, decía que sobre el Convento de Santo Domingo se merecía “hacer otro comentario más detallado y singular”. No voy a entrar en detalles sobre los antecedentes históricos y artísticos del edificio, pues otros lo han hecho ya con mejores resultados. Haré mi comentario o relato sobre mis recuerdos de la infancia, como tengo por costumbre.

Como decía en el post de julio el edificio es actualmente un colegio regido por las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones. Por eso de niño llamábamos el “colegio de las monjas” o de las “hermanas”, al Colegio de la Inmaculada que allí tiene sede. Yo estuve en mi etapa de párvulo, junto con mi hermano menor, Roberto, al igual que fueron también alumnos anteriormente mi hermano y hermanas mayores. No recuerdo cuando entré, solo sé que salí de allí en 1968, con destino a la Escuela Unitaria de Niños dependiente del Consejo de Protección Escolar del Frente de Juventudes, la escuela que dirigía Antonio García Chaves, junto al Ayuntamiento.


El edificio del antiguo convento de los dominicos ha sufrido diversas reformas en el tiempo, desde aquella primera fundación hasta la actualidad, sobre todo para adaptarlo y ampliarlo con fines educativos. También durante mi estancia hubo cambios. Recuerdo haber estado en varias aulas: una que estaba en la planta alta del edificio que da a la calle Feria (antigua casa de la familia Castiñeyra), también en otra que se entraba por un pequeño patio que se comunicaba entrando por el patio principal al fondo y a la izquierda. En ese patio pequeño había unos servicios donde una vez me llevé un gran susto al intentar entrar en uno de ellos y estar ocupado por una niña que no había cerrado la puerta, y que gritó de forma estruendosa. También pasé por aulas que daban al patio principal, como una en la que perdí una cartera de plástico marrón con asas blancas que dejé olvidada una vez que me cambiaron de clase y recobré luego al verla tirada en el suelo.


El patio principal tenía unos juegos (balancín, toboganes y uno en forma de arco enrejado en cuadrícula) donde pasábamos el tiempo de recreo. Los arcos del antiguo claustro del convento, en la planta baja, comunicaban con la iglesia, edificio del siglo XVI, con detalles destacables. En la iglesia solo se entraba cuando había celebración religiosa o te daban permiso, así que las joyas, como al capilla de la Virgen del Rosario, de estilo barroco, eran lugares enigmáticos y bellos, pero vedados. En sus paredes se conservaban, además de cuadros, los escudos de la orden de predicadores que fundó el convento. Iguales escudos que el que hubo en una de las puertas que daba entrada a la habitación que sirvió de consulta médica para mi hermano Pepe durante años, en la casa de la calle José de Mora. En la parte alta, otros arcos cerraban un corredor que comunicaba con las habitaciones de las “internas”. En aquellos tiempos, en este colegio, fundamentalmente femenino, había alumnas en régimen de internado. Y alumnas de pago y sin medios, pobres, que tenían otro régimen y uniforme diferente. Los niños solo cursábamos las enseñanzas de la actual educación infantil. 

Llevábamos uniforme azul marino, con zapatos cerrados, no los “gorila” que pedían ellas, porque eran caros y mi madre nos compraba otros parecidos en la tienda de Guillermo Iglesias, que no tenían pelotita verde de goma, con la que jugaban los afortunados portadores del calzado deseado. Se usaba chaleco (rebeca lo llamábamos, por al famosa película de Hitchcock) de punto, hecho por mi madre, pantalón corto, camisa blanca y corbata con nudo hecho y sujetada con una cinta elástica al cuello.

En el patio de la entrada era el recreo donde desfogábamos, y donde formábamos antes de iniciar las clases. Incluso allí aprendí a cantar el “Cara al sol”, que escuchábamos en formación. En los recreos también las niñas mayores vendían chicles y estampitas del Domund para recaudar dinero para las misiones. 


Mi hermano Roberto era el “concinilla”. Le gustaba escaparse de clase e ir a las cocinas de las monjas para ver qué estaban preparando. Cuando sor María Gracia, la tutora durante años de mis hermanos y nuestra, lo perdía, no dudaba en buscarle por las cocinas. Tal vez por eso nos dieron un papel estelar en una representación de fin de curso, en la que nos disfrazaron de cocineros, y que se representó en el lateral de los arcos del claustro, junto a la iglesia. 


Había un almacén o trastero, a la entrada del patio, a la derecha, donde tenían guardada, entre otras cosas, una cabeza de toro de cartón piedra o material similar. Me daba miedo solo mirarla. Pero lo más divertido (para otros) era que se la ponía el “Nino”, un personaje peculiar, similar al típico “tonto del pueblo”, que iba mucho por allí y le encargaban recados. En muchos recreos él se la colocaba y corría por el patio persiguiendo niños y niñas, mientras mugía. Yo me asustaba mucho, pues la máscara hacía de caja de resonancia y amplificaba el ruido. Así que me escondía muchas veces detrás de la persiana de la puerta que daba al pasillo de las cocinas. El Nino se hizo famoso por una anécdota: un empresario le pidió que descargara unos sacos, a cambio de darle de almorzar. El Nino aceptó y pidió primero la comida. Una vez terminado, el empresario le dijo que empezase la faena, pero el mozo se fue. Y cuando le preguntó por qué, contestó: “Nino epué omé, omí”. Es decir: “Nino, después de comer, se va a dormir”. Y se fue a dormir la siesta. No sé si volvió a cumplir con el encargo, pero esto demostró que de tonto tenía lo imprescindible.

Aquí tuve de compañeros de entonces a Pedro Dugo, a Jesús Orcaray, a José J. Montero, a José Ángel Carnicero, a Federico Navarro, a Rafalito Navarro, a Antonio Flores, a Cobos, a Palomero, a Manolo Cumplido, y a muchos más, con los que compartí buenos y malos momentos, aprendizaje en estudios y aprendizaje en la vida. Fue donde empecé a abrirme al mundo: recuerdo comentar los asesinatos de Luther King y de Robert Kennedy, en 1968, terminado ya el curso. Me prepararon por primera vez para la primera comunión, aunque no la hice hasta un año más tarde, después de que me preparara (y era la tercera vez) mi hermana Sole, la teresiana. Aquí empecé a aprender disciplina y sentido del deber, pero también viví momentos duros y hasta traumáticos. No entiendo el interés por llevar a los hijos a una escuela confesional privada. Ni siquiera estos recuerdos sentimentales me convencen de su superioridad, pues he conocido de los malos resultados de sus alumnas (sobre todo) en ciclos educativos posteriores, en otros centros. Además de no compartir el ideario del centro, claro. Lo cierto es que son una parte importante de la historia educativa de Palma del Río. Y un lugar, ubicado en un monumento histórico fundamental, para recordar dentro de mi recorrido por la geografía urbana palmeña de los años sesenta.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Uff que recuerdos...yo estuve interna en ese colegio doce años,y como es mucho tiempo, pues tengo recuerdos de todo tipo... los buenos son muy escasos,por aquel tiempo era normal pegar a las alumnas, y tengo que reconocer que recibí ostias sin consagrar por todos los frentes... desde el año 1967 con sor benilda, una monja americana que solia dar palmetazos en las nalgas,aunque para ello tuviera que levantar el uniforme... hasta sor Matilde, una catalana con muy poco instinto protector, ninguno, sería exacto. Recuerdo con cariño a sor maria Berta, mi amiga, la madre Carmen, sor Asunta la cocinera, sor Maria Gracia,etc... y ya de mayor sor Nubia, que dejó los hábitos....y se fué a Nicaragua, su pais. Pero lo que viví allí no fué de mi agrado y por eso mis hijas han estudiado en centros públicos.

Francisco Javier Domínguez Peso dijo...

Gracias por tu aportación, amiga anónima. Entiendo que una experiencia tan larga esté repleta de recuerdos de todo tipo. Yo también tengo recuerdos malos y muy malos, pero esos he querido dejarlos aparcados en el cuarto oscuro. Si yo tuviera hijos también los llevaría, como tú, a centros públicos.

Un saludo.